Uno de los problemas más complejos de la armonía social es el de saber lo que sucede con la pobreza. Por obvias razones de justicia, la sociedad necesita contar con información correcta y en tiempo para poder construir y operar su agenda de prioridades sobre las cuestiones sociales.
Lamentablemente, sin ese flujo de información, no todos de quienes tienen necesidades son igualmente escuchados. Algunos lo son más cuando se organizan y consiguen influenciar sobre la agenda social; otros son olvidados cuando están dispersos y sin representación. ¿Quién representa (y quién escucha) en realidad al 40% de los trabajadores que están en negro y desorganizados, o a los chicos que duermen en las calles? La preocupación por la pobreza, la asignación de recursos y la energía social no pueden ser -al menos en una buena democracia- el resultado del azar, la presión mediática o la violencia.
Hay varias maneras de lograr esa información y, por tanto, construir la agenda social que defina el camino. Una de ellas es la relación cotidiana con la sociedad civil, que por su capilaridad dentro de las comunidades, puede captar antes que el Estado lo que está sucediendo y así ayudar a armar mejores diagnósticos y acciones. Otra es, claro, estar al tanto de lo que investiga la comunidad académica y aprovechar sus reflexiones para entender mejor lo que pasa o está por pasar.
No obstante, la gran herramienta es un sistema estadístico confiable que permita leer el presente y anticiparse al futuro; y sobre todo, que sirva para demostrar públicamente por qué y cómo se definen las prioridades de asignación del gasto. Sin esa información, se caerá en el peligro del dedómetro o de las prioridades políticas; y será imposible medir cuál es el impacto de las acciones gubernamentales. Si no se sabe desde donde se parte, no se puede saber adónde se quiere llegar.
Por todo ello, ocultar la realidad es más que una picardía política; es una ruptura de los fundamentos del contrato social y, por ello, es funcional a la inequidad. Si mañana, alguien decidiese que ha desaparecido la tuberculosis, no habría razón para asignar recursos para seguir luchando con esta enfermedad y los enfermos quedarían desamparados. Nadie se acordaría de ellos. Manipulando los índices de precios, decidimos que hay menos pobres; manipulando los índices de desocupación decidimos que hay menos desocupados; y desde allí hacemos muchos otros supuestos, como que hay menos niños o jóvenes en hogares pobres. Si decidimos que bajó la pobreza, entraremos en un estado de autocomplacencia que desconectará a los fenómenos sociales de sus causas y efectos. Entonces, no se necesitará redistribuir porque todo está bien. La cadena de la felicidad asegura que lo que no se ve, no existe.
La información transparente no sólo es una obligación democrática. Es una luz de alarma que mueve energías sociales, públicas y privadas; y es por ello que un Gobierno no puede decirse que es ‘progresista’ si oculta la realidad, puesto que frena la discusión y paraliza esas energías. Para que los lectores tengan una idea de lo que esto significa, hace dos años que en la Argentina no se puede hacer investigación social con fundamentos numéricos serios y por ello no podemos saber qué pasa dentro de la sociedad. Hoy, no pueden conocerse cuestiones tan básicas para tomar decisiones como la situación de pobreza de los niños, o la laboral de jóvenes y mujeres pobres. Tal vez sea por todo ello que los programas sociales nacionales cubren solo al 30% de los indigentes.
Por estas razones, sería muy importante que la Ministra de Desarrollo Social de la Nación informe a la sociedad sobre qué base estadística esta tomando decisiones y cómo sabrá cual es el impacto de la crisis sobre los más débiles. Contra lo que pueda pensar el gobierno, mostrar que se sabe lo que pasa (y se actúa en consecuencia), no es una muestra de debilidad, sino de coherencia ideológica y compromiso democrático.
* Artículo publicado en el diario El Cronista, el 26/2/2009